De camino al dominio de sí mismo

En las entregas pasadas recientes discutimos algunas dimensiones de la castidad, que vale tanto para religiosos como para matrimonios católicos.

Castidad entendida como el empleo responsable de nuestra sexualidad. Uno de los presupuestos fundamentales para ello es el autodominio -dominio de sí mismo. Aquí lo consideramos no solo con respecto a nuestra tendencia sexual, sino con respecto a todas nuestras dimensiones corporales, intelectuales, morales y espirituales.

Venimos de afirmar que la tal “revolución sexual”[i] iniciada en la década 60 del siglo pasado es más una “involución” o deterioro de la sexualidad; que la libertad anunciada derivó en un libertinaje de personas esterilizadas sometidas a sus tendencias llevando sus poblaciones a un “invierno demográfico”.

Si el amor es querer el bien del otro, no es posible alcanzarlo cuando el otro(a) es solo un medio de la satisfacción egoísta de nuestros deseos insaciables.

La ausencia de virtudes (hábitos moralmente positivos, valores personificados) como la fortaleza y la templanza impide la conformación de personalidades recias, incapaces de enfrentar los retos crecientes en exigencias, cada vez más intensas, que toda vida humana trae consigo.

Si la aspiración de la vida humana es ser auténtica –ser uno mismo, ser lo que se propone ser—nos encontramos que la cultura contemporánea lo que promueve es la persona autorreferencial –que se inventa a sí misma—en busca ansiosa de felicidad. Felicidad que entiende como “hacer lo que se nos venga en gana”, pero sin dolor ni sufrimiento.  Además, alcanzar todo el éxito posible en dinero, poder y/o prestigio, sirviendo solo a su propio interés y sin referencia alguna de servicio al otro.

Sin embargo, lo que viene asomándose en buena parte de las sociedades contemporáneas son la infidelidad, las adicciones, los suicidios asistidos juveniles y seniles, que finalmente son comportamientos incompatibles con la plenitud y libertad anunciada por la tan sonada “revolución”. Quienes caen en esos comportamientos –a los que todos somos susceptibles—los consideramos como “náufragos” [drifters en inglés]. Es la mejor imagen que se nos ocurre para quienes se hallan en tal situación. Que, insisto, todos podemos ser tentados para caer en ello.

¿Qué notas señalan al náufrago?

En primer lugar, quien no piensa por sí mismo, sino que depende del pensamiento de otros en todo. En segundo lugar, quien no halla su tarea, termina imitando las tareas de los demás. Finalmente, quien no halla su voluntad, termina haciendo la voluntad de los demás.

Todos en algún momento hemos caído en ello. El reto es cómo no naufragar. ¿De qué salvavidas echamos mano? ¿A qué orilla nos arrimamos?

Sobrevivimos según sea nuestro proceso de desarrollo. En una acepción de esta noción como aumento de las cosas que podemos hacer, pensar y averiguar por nosotros mismos.

Durante este proceso se da eventualmente un momento crítico de inflexión en la que caemos en cuenta que podemos y debemos hacer de nosotros mismos lo que nos proponemos. Eso es ser autónomo.

Somos autónomos cuando tenemos dominio sobre nosotros mismos, es decir, nos controlamos; encauzamos nuestras tendencias y deseos. Lo que es diferente a la persona autorreferencial –cree que es tan perfecta que se sirve de modelo a sí misma–. Entre estas hay quienes se inventan a sí mismas; incluso, sin conocerse previamente, juzgan que su cuerpo nada tiene que ver, son su supuesta identidad psicológica. Parten de negar su realidad corporal para inventar una nueva. Cuentan hoy con un equipo de psicólogos, psiquiatras y cirujanos ávidos de ingresos que llevan a cabo transformaciones inauditas.

Pareciera paradójico que, si hacemos, pensamos y averiguamos de nuestra parte, es decir, de iniciativa nuestra proponernos ser nosotros mismos, no seamos entonces autorreferenciales o inventores de nosotros mismos. Ser autorreferencial es, sin conocer lo que somos, colocarnos de modelo de nosotros mismos. Inventarnos a nosotros mismos es, igualmente, ignorar nuestra índole. Por ejemplo, negar la dotación corporal y biológica y afirmar que psicológicamente somos “otro(a)”.

Luego, ese hacer, decidir y descubrir en un inicio se refiere a objetos externos al sujeto. Pero en la medida que avanza en reflexión, cae en cuenta que ese hacer, decidir y descubrir afecta más profundamente al mismo sujeto, en su interioridad, que a los objetos sobre los cuales actúa (conociéndolos y/o transformándolos). La acumulación de esas acciones en la interioridad del sujeto deja en él un poso de hábitos y disposiciones que lo determinan y que hacen de él lo que es y lo que será.

En este asunto de lograr hábitos y disposiciones positivas (virtudes, es decir, valores personificados) existe una complejidad que muchos soslayan. No la soslayamos quienes nos creemos incapaces de crecer en este desarrollo por nuestras propias fuerzas e inteligencia. Aceptamos, entonces, el amor que Dios nos brinda no solo como Creador que nos sostiene, sino como Redentor que nos salva.

Estas son las razones que explican la importancia del dominio de sí mismo. Dicho dominio deriva en una libertad auténtica y más aún en un gozo de saberse uno que no se halla al garete de sus deseos y tendencias. Basta preguntarle a un adicto si es libre. Es posible responder con otra pregunta: “¿libre de qué?”

Sin embargo, hay otra cara del dominio de sí mismo, ya no el que deriva en beneficio de los demás, que abre la posibilidad del amor al prójimo por querer su bien. Se trata del dominio de sí mismo del sujeto egoísta que solo pretende su propio interés. La ambición del egoísta es el poder, el prestigio y/o la posesión, insistimos, al servicio de sí mismo.

Weber, un sociólogo de inicios del siglo pasado, propuso la tesis de que la ética protestante –en particular la calvinista—explicaba la sed insaciable de acumulación de capital como una de las manifestaciones de predestinación.

Y hoy, si bien no es la ética protestante, pero sí la utilitarista –aquella que pretende el máximo placer y el mínimo dolor para el mayor número de la población—la que predomina. Como nos hallamos hoy en medio de una secularización rampante, ideas de predestinación no hallan cabida, pero sí las del éxito en el poder –no solo el político–, en el prestigio –ejemplo, el académico–, y en la posesión de todos los bienes materiales posibles.

Ahora bien, téngase presente que el egoísta debe ser lo suficientemente inteligente para justificar cómo sacar ventaja de los demás –incluyendo a amigos y a familia– en las situaciones que la vida le depara. Pero no lo suficientemente inteligente para hacerse las preguntas debidas de si está obrando bien o mal. [ii]

[i] El término revolución sexual o liberación sexual hace referencia al profundo y generalizado cambio ocurrido durante la segunda mitad del siglo xx en numerosos países del mundo occidental desafiando los códigos tradicionales relacionados con la concepción de la moral sexual, el comportamiento sexual humano, y las relaciones sexuales. La liberación sexual tuvo su inicio en la década de 1960 y su máximo desarrollo entre 1970 y 1980, aunque sus consecuencias y extensión siguen vigentes y en pleno desarrollo.

https://es.wikipedia.org/wiki/Revoluci%C3%B3n_sexual#:~:text=El%20t%C3%A9rmino%20revoluci%C3%B3n%20sexual%20o,comportamiento%20sexual%20humano%2C%20y%20las

 

[ii] Estas ideas las he tomado de Bernard Lonergan SJ de su conferencia “Self Trascendece: Intellectual, Moral, Religious” en Collected Works of Bernard Lonergan. The Robert Morton Collection No. 17 Toronto: University of Toronto Press. 2013 La conferencia la dió el 10 de octubre de 1974.

También de Joseph Flanagan Quest for Self-Knowledge – An Essay in Lonergan’s Philosophy. Toronto: University of Toronto Press. 1997 La sección 4.b Sesgo individual y  4.c Sesgo de grupo pp. 82-84